Don Juan espera. En las afueras de la terminal de ómnibus de Rosario, en Santa Fe, camina con unos botines sin brillo y se sienta por ahí, vestido con las ropas limpias, pero roídas por el tiempo. Tiene el pelo ralo y blanco; pocos dientes; los pómulos salpicados de puntitos negros y dos dedos de la mano derecha un poco amarillos por la nicotina que largan los 60 cigarrillos que fuma a diario. Parece de más de 60 y menos de 70 años. Debe medir un metro setenta, aunque quizás cuando conoció a la Francisca medía unos centímetros más.
-¿Usted es casado?
-No, en el 71 murió mi mujer.
Se llamaba Francisca y tenía 22 años. Hacía siete meses que era una mujer casada; Juan dice que la mató un ataque. "Se le puso todo morado", explica al tiempo que se señala con un dedo la espalda, a la altura de los pulmones. No da más detalles.
-¿Y no se volvió a casar?
-No. Por respeto, no. Si estoy con alguna mina, afuera; en la casa, no.
Don Juan camina doce cuadras desde el cuarto de pensión en el que vive -que tiene televisión por cable y una mesita- hasta afuera de la terminal, donde se sienta por las mañanas. Dice que ahí conoció a su amor. No la espera a ella, porque se marchó hace ya cuarenta años. Lo que espera en ese lugar es que abra el comedor comunitario en el que almuerza los días de semana. Y no la espera a Francisca, pero de a ratos, los ojos un poco nublados parecen partir. Y no, no la espera. Pero la recuerda y es ahí cuando ella regresa.
-Con todo respeto ¿no quiere venir a comer al comedor? Con todo respeto. Lo atienden mujeres.
-Le agradezco pero no, tengo que esperar a una amiga.
Don Juan se aleja con sus memorias. Pero mañana estará en los bancos o escalones de afuera de la terminal de Rosario, esperando que los recuerdos la traigan un día más.
Nota: En algún momento de la charla, el hombrecito solitario me advirtió que un tipo de malas intenciones me había fichado. Efectivamente, era así y lo tenía a unos metros midiéndome. A don Juan, mi agradecimiento por evitar que me pasara algo, por invitarme a comer. y ,lo más importante, por conmoverme con sus recuerdos.
-¿Usted es casado?
-No, en el 71 murió mi mujer.
Se llamaba Francisca y tenía 22 años. Hacía siete meses que era una mujer casada; Juan dice que la mató un ataque. "Se le puso todo morado", explica al tiempo que se señala con un dedo la espalda, a la altura de los pulmones. No da más detalles.
-¿Y no se volvió a casar?
-No. Por respeto, no. Si estoy con alguna mina, afuera; en la casa, no.
Don Juan camina doce cuadras desde el cuarto de pensión en el que vive -que tiene televisión por cable y una mesita- hasta afuera de la terminal, donde se sienta por las mañanas. Dice que ahí conoció a su amor. No la espera a ella, porque se marchó hace ya cuarenta años. Lo que espera en ese lugar es que abra el comedor comunitario en el que almuerza los días de semana. Y no la espera a Francisca, pero de a ratos, los ojos un poco nublados parecen partir. Y no, no la espera. Pero la recuerda y es ahí cuando ella regresa.
-Con todo respeto ¿no quiere venir a comer al comedor? Con todo respeto. Lo atienden mujeres.
-Le agradezco pero no, tengo que esperar a una amiga.
Don Juan se aleja con sus memorias. Pero mañana estará en los bancos o escalones de afuera de la terminal de Rosario, esperando que los recuerdos la traigan un día más.
Nota: En algún momento de la charla, el hombrecito solitario me advirtió que un tipo de malas intenciones me había fichado. Efectivamente, era así y lo tenía a unos metros midiéndome. A don Juan, mi agradecimiento por evitar que me pasara algo, por invitarme a comer. y ,lo más importante, por conmoverme con sus recuerdos.