viernes, 12 de noviembre de 2010

Más optimista que Benedetti (por un rato)

Mi pequeña almita baila de alegría. Lo siento en el estómago, que me hace una cosquillita. Y en las comisuras de los labios, que se me van para arriba queriendo hacer una sonrisa.
Hará cosa de un año, un poco más,  fue la última vez que nos vimos. Y nos desconocimos, los dos. El viejo es un cabeza dura. Y de tal palo, obvio, tal astilla.
Le tiré en la cara reproches acumulados por 25 años, como boletas sin pagar. Fue una furia fiscal, cobrada con intereses. Y no nos hablamos más desde ese día, que seguro fue escándalo en el barrio. Por suerte no vivo ahí. Ni viví casi nunca.
Para su cumpleaños creo (no, estoy segura) que le mandé un mail, pero la respuesta no llegó. Después nos cruzamos por chat (el milagro posmoderno de la comunicación) y me dijo que yo lo odiaba, que todos los hijo odian a sus padres en algún momento. Pero no, el enojo no es odio y los reproches tampoco. Y yo no lo odié jamás. Por chat también, hubo algún amague de encuentro, que no se dio. Nunca una llamada, no sé por qué.
Nunca una llamada hasta hoy, tampoco sé por qué. El viejo, mi viejo, me llamó hoy. Y qué alivio volver a verlo. Y saber que no se va a morir sin saber que yo lo quiero. Ni que yo me voy a morir pensando en que él no me quiere. Diez minutos después me buscó por la puerta del trabajo, en su moto.
Después no hablamos de ese día, de hace un año, un poco más. Hablamos de la moto que me compré y que nunca funcionó. La arregló en cosa de una hora y chirolas, como esos problemas que arreglan los padres con soltura cuando una es chica y se piensa en el fin del mundo. La probamos. Nos fuimos a tomar café. Me contó historias viejas de hombres y mujeres que tenían el mismo apellido que nosotros, pero que ninguno de los dos conoció. De nosotros no hablamos;  mejor así, seguro. Sólo me animé a decirle lo que tendría que haber dicho hace más de un año, ya al despedirnos: "Papá, yo te quiero mucho". Y él a mí también, según me comentó. Así que quedamos a mano, cancelamos la deuda y saldamos la cuenta del café y se perdió en su moto.
Ahora sí, mi pequeña almita baila de alegría. Y está liviana como alma en carnaval (al menos por un rato).