viernes, 15 de abril de 2011

Cuesta abajo


Puede que sea la merca, que, dicen, venden ahí. O las hojas de coca, encanutadas en bolsas verdes; o los amantes sin horarios; o los amores de pago; o la timba -de las legales y de las otras-; o el cambalache.  El asunto es que en la vieja terminal y en sus alrededores no se duerme, ni siquiera, cuando la ciudad se apaga.
El paseo de compras- con banderines de colores y consignas de Alperovich gobernador- tiene como marco los burdeles, hoteles sin estrellas, un bar para los burreros  y otros negocios. En El Bajo, de verdad,  hay variedad.
 Y no puede parar, porque a la hora que los locales, improvisados y con una medianera de poliéster cierran, los ladrones aparecen mientras los changuitos de la Terminal jalan bolsas de poxirran.
No hace falta más que caminar,, a la hora que sea desde la Casa de Gobierno unas diez cuadras hacia el este, para encontrarse con la manzana de pasillos atiborrados de zapatillas Aidas, la marca de las  4 rayitas. Además, para la cartera de la dama o la billetera del caballero,  el último estreno de Hollywood, muñequitas con pretensiones de Barbies o chiquitos que sueñan con futbolistas que se perfilan como mesías de algún mundial.  Para ser azulgrana  como Messi, sólo hay que desembolsar 80 pesos. La etiqueta de “Réplica de un producto original” viene de regalo.
Al mediodía, una chica morena  se asoma, metida adentro de un vestido corto de red que le delata la ropa interior negra y austera de tela. Desde las sombras de un local azul-triste y sin nombre, la joven, que alcanza a contar que lleva una semana ahí, no tiene nombre y tampoco palabras, porque “no puedo hablar, el dueño me dice que no, no me deja”. Ella lo sabe porque el “cafisho” se las ingenia –¡y que viva la viveza criolla!- para aparecerse por el espejo y hacer alguna  seña particular e intimidante, sólo para ella.
En el local lindero, una mujer en un vestido chico para tanta carne, corto,  rojo y trasparente - auténtico como todo lo de  ahí-  mata el tiempo sentada ante una mesa, mientras con una pinza de las cejas decide el destino de los pelitos que le sobran en la cara.
A unos metros, cerca de Todo Muebles –y dentro de esa gran orgía de barrio en la que hasta los nombres juegan en doble mano-, por la puerta del cine porno Esmeralda un muchacho de la edad de Cristo se pone en marcha para preparar la función continuada que superará una vez más las cuatro horas, entre el olor a sexo rancio/agrio y un tipo de bigotes finitos que le hace los tiros. “Ese es puto”, jura. Asegura que lo vino a encarar y que por eso le puso “una buena cagada”.
El lustrín-boletero sí puede hablar.  Y tiene nombre: se llama Julio. Trabaja ahí desde los 20 años, según cuenta. Un día, el abogado al que le lustraba los zapatos le ofreció el puesto que ya no abandonó más y que era el sueño del pibe, sin que el changuito lo supiera. Sin embargo, confiesa, sigue con su experimentado oficio de lustrín y en los ratos que le quedan a estrenar hace que el cuero brille bajo el sol o bajo o algún foco discreto.
Y si de confesiones se trata, también admite que abre casi todos los días, aunque como los feligreses en domingo, “por ahí me macho y no vengo”, como asegura con una soltura espontánea mientras le contesta a los hombres de manos ansiosas: “a las dos menos cuarto comienza . Diez pesos cuesta”. Quizá lo único que él lamenta de vez en cuando es el fin de la película, porque en ese instante le llega el momento de limpiar y nunca se sabe qué se puede encontrar porque “cuando comienza, yo cierro esa puerta –que señala con el dedo índice- y adentro pasa de todo”.  Ese “todo”, deja sus pruebas irrefutables y de látex sobre el piso.
Cuando las luces comienzan a encenderse,  a la vuelta, al frente del parque 9 de Julio,  una puerta estrecha anuncia un Café Fashion, que bien podría ser un telo/burdel, según las malas lenguas.
Por las tardes de sábado, la actividad cesa, para qué negarlo. Pero siempre hay alguien que se va al bar de la Juan B Justo y Soldati a pedir una Norte frappé. Ahí, un hombre de ropas humildes grita que Dios lo envió a salvarte, mientras intenta vender un ramo de florcitas silvestres que seguro algún turista compra mientras le roba unas palabras inentendibles, que le dan un aire enigmático o de loco, lo que usted prefiera. Por la noche, esa brasa que es El Bajo y que parece apagarse es atizada, una vez más, por los amantes de la farra. O por los amantes así nomás, a secas.
En la otra cuadra, el Boliviano se alquiló una piecita de pensión, cerca de la Francia, por el pasaje Liniers, a la altura del cien. Abre todos los días, antes de que los negocios “bien” se saquen la modorra de la noche anterior y que las campanas de la Iglesia –si es que todavía suenan-, comiencen a golpear a los que duermen. Como a las siete y media, el del altiplano comienza a ofrecer bien baratas sus verduras. Y a ver quién se anima a decir que es  un vago sólo porque se mastica un par de hojas de coca.
A la madrugada, cuando la luz se vuelve una implacable delatora de los excesos, los negocios de la vieja terminal siguen abiertos. En un local azul-triste y sin nombre, una chica morena y con poca tela  sigue el paso de un hombre que ha salido por la puerta y que se aleja. El Boliviano ha vuelto a abrir temprano. Los mochileros vuelven a pasar después de un viaje y los hombres de manos ansiosas que gustan del séptimo arte esperan que Julio no se haya machado la noche anterior. Porque en El Bajo, como ya se sabe, no se duerme, ni siquiera cuando la ciudad se vuelve a encender.



miércoles, 6 de abril de 2011

Los inspectores


Siempre, de niña, pensaba que el de inspector de omníbus debía ser de los oficios mejorcitos del mundo -sobre todo los que iban a Tafí Viejo-. Yo creía que con una mirada fuerte los tipos te interrumpían un viaje a piacere y eran capaces de arruinarle el trayecto a una.
Al cabo que ni quería. Cuando fui más grande, la decepción fue enorme al darme cuenta de que esos hombres -nunca me tocó una inspectora mujer- se pasaban la vida esperando, entre parada y parada, para ir nunca a ninguna parte. (Ok, me parecía poético).
No sólo eso, sino que al llegar el ómnibus en cuestión, los tipos se suben como con movimientos de autómata y si uno les dice "buen día-buenas tardes-buenas noches" los hombrecitos pierden completamente esa solemnidad para mirarle a una el rojo de los ojos con una destello de amistad que me conmueve hasta el final del viaje. Entonces, el rojo de mis ojos bonitamente enmarcados en pinturitas de Avon le roban una sonrisa imperceptible, porque a los inspectores no se les permite sonreir, por más que se les entregue el boleto en forma de mini-papiro-bollo .
Y no sólo eso,sino que lo peor es que pienso en el verano...El mechón ese que siempre se pega en la frente y el antitranspirante de moda que no alcanza para levantar las presiones bajas. Y además, algo irrefutable de los colectivos: Los pedos. En invierno, los inspectores se deben fumar las flatulencias habidas y por haber del tucumano tipo que, por supuesto, le aplica al locro. Y convengamos, por flatulencias no entendemos estos aparatitos que escupen esencia de vainilla -como si eso de la esencia fuera algo tan fácil de hacer brotar en el pecho de cualquiera, a cualquier hora, sobre todo para las mujeres a las que nos acusan de desalmadas.
Entonces, entre flatulencias de junio y calores de enero, he decidido que les debo todos mis respetos a los inspectores. Precisamente he decidido eso cuando, llegado el momento decisivo de no tener el boleto en el colectivo, lo único que el inspector te pide es que busqués tu papelito porque es tu seguro de vida.