jueves, 26 de marzo de 2009

El cactus, el perro y el árbol

Cuando fui de vacaciones este año a Tilcara estábamos en la plaza principal con un gran amigo y vimos a un señor que vendía unos cactus muy bonitos. El asunto es que la planta viajó desde Catamarca hasta Tilcara; después se vino a Tucumán con mi amigo y conmigo y terminó cerca del parque 9 de Julio.
Cuando llegamos acá quedamos en que yo cuidaría de Pedrito, el cactus. Y el asunto es que el cactus se murió. Comenzó a ponerse oscuro, feo y triste. Me parece que ya no le queda un gramo de vida adentro al pobre, que no llegó ni a ser té.
La muerte de este ser verde me hizo pensar en que quizás tuve suerte en mi vida. Hay que ser muy bestia para no poder cuidar un cactus, que en teoría no requiere ni agua, ni amor, ni nada. Ahora pienso en que las mascotas que tuve sobrevivieron gracias a los cuidados de mi mamá y a pesar de mí presencia. Y lo que es peor, voy a tener que abandonar el proyecto de tener un perro, plantar un árbol y demás. Al cabo que ni quería.

miércoles, 25 de marzo de 2009

Carta a Vicky (Walsh)

Carta a Vicky
Querida Vicky. La noticia de tu muerte me llegó hoy a las tres de la tarde. Estábamos en reunión cuando empezaron a transmitir el comunicado. Escuché tu nombre, mal pronunciado, y tardé un segundo en asimilarlo. Maquinalmente empecé a santiguarme como cuando era chico. No terminé con ese gesto. El mundo estuvo parado ese segundo. Después les dije a Mariana y Pablo: “era mi hija”. Suspendí la reunión.
Estoy aturdido. Muchas veces lo temía. Pensaba que era excesiva suerte no ser golpeado, cuando tantos otros son golpeados. Sí, tuve miedo por vos, como vos por mí, aunque no lo decíamos. Ahora el miedo es aflicción. Sé muy bien por qué cosas has vivido, combatido. Estoy orgulloso de esas cosas. Me quisiste, te quise. El día que te mataron cumpliste 26 años. Los últimos fueron muy duros para vos. Me gustaría verte sonreír una vez más.
No podré despedirme, vos sabés por qué. Nosotros morimos perseguidos, en la oscuridad. El verdadero cementerio es la memoria. Ahí te guardo, te acuno, te celebro y quizás te envidio, querida mía.
Hablé con tu mamá. Está orgullosa en su dolor, segura de haber entendido tu corta, dura, maravillosa vida.
Anoche tuve una pesadilla torrencial, en la que había una columna de juego, poderosa pero contenida en sus límites, que brotaba de alguna profundidad. Hoy en el tren un hombre me decía: “Sufro mucho. Quisiera acostarme a dormir y despertarme dentro de un año”. Hablaba por él pero también por mí.





Carta a mis amigos


Hoy se cumplen tres meses de la muerte de mi hija, María Victoria, después de un combate con fuerzas del Ejército. Sé que aquéllos que la conocieron la han llorado. Otros, que han sido mis amigos o me han conocido de lejos, hubieran querido hacerme llegar una voz de consuelo. Me dirijo a ellos para agradecerles pero también para explicarles cómo murió Vicki y por qué murió.
El comunicado del Ejército que publicaron los diarios no difiere demasiado, en esta oportunidad, de los hechos. Efectivamente, Vicki era oficial 2° de la Organización Montoneros, responsable de la prensa sindical, y su nombre de guerra era Hilda. Efectivamente estaba reunida ese día con cuatro miembros de la Secretaría Política que combatieron y murieron como ella.
La forma en que ingresó a Montoneros no la conozco en detalle. A los 22 años, edad de su posible ingreso, se distinguía por decisiones firmes y claras. Por esa época comenzó a trabajar en diario "La Opinión" y en un tiempo muy breve se convirtió en periodista. El periodismo en sí no le interesaba. Sus compañeros la eligieron delegada sindical. Como tal debió enfrentar en un conflicto difícil al director del diario, Jacobo Timerman, a quien despreciaba profundamente. El conflicto se perdió y cuando Timerman empezó a denunciar como guerrilleros a sus propios periodistas, ella pidió licencia y no volvió más.
Fue a militar a una villa miseria. Era su primer contacto con la pobreza extrema en cuyo nombre combatía. Salió de esa experiencia convertida a un ascetismo que impresionaba. Su marido, Emiliano Costa, fue detenido a principios de 1975 y no lo vio más. La hija de ambos nació poco después. El último año de vida de mi hija fue muy duro. El sentido del deber la llevó a relegar toda satisfacción individual, a empeñarse mucho más allá de sus fuerzas físicas. Como tantos muchachos que repentinamente se volvieron adultos, anduvo a los saltos, huyendo de casa en casa. No se quejaba, sólo su sonrisa se volvía más desvaída. En las últimas semanas varios de sus compañeros fueron muertos: no pudo detenerse a llorarIos. La embargaba una terrible urgencia por crear medios de comunicación en el frente sindical, que era su responsabilidad.
Nos veíamos una vez por semana, cada quince días. Eran entrevistas cortas, caminando por la calle, quizá diez minutos en el banco de una plaza. Hacíamos planes para vivir juntos, para tener una casa donde hablar, recordar, estar juntos en silencio. Presentíamos, sin embargo, que eso no iba a ocurrir, que uno de esos fugaces encuentros iba a ser el último, y nos despedíamos simulando valor, consolándonos de la anticipada pérdida.
Mi hija no estaba dispuesta a entregarse con vida. Era una decisión madurada, razonada. Conocía, por infinidad de testimonios, el trato que dispensan los militares y marinos a quienes tienen la desgracia de caer prisioneros: el despellejamiento en vida, la mutilación de miembros, la tortura sin límite en el tiempo ni en el método, que procura al mismo tiempo la degradación moral, la delación. Sabía perfectamente que en una guerra de esas características, el pecado no era no hablar, sino caer. Llevaba siempre encima una pastilla de cianuro, la misma con que se mató nuestro amigo Paco Urondo, con la que tantos otros han obtenido una última victoria sobre la barbarie.
El 28 de setiembre, cuando entró en la casa de la calle Corro, cumplía 26 años. Llevaba en brazos a su hija porque a último momento no encontró con quién dejarla. Se acostó con ella, en camisón. Usaba unos absurdos camisones blancos que siempre le quedaban grandes.
A las siete del 29 la despertaron los altavoces del Ejército, los primeros tiros. Siguiendo el plan de defensa acordado, subió a la terraza con el secretario político, Molina, mientras Coronel, Salame y Beltrán respondían al fuego desde la planta baja.He visto la escena con sus ojos: la terraza sobre las casas bajas, el cielo amanecido, y el cerco. El cerco de 150 hombres, los FAP emplazados, el tanque. Me ha llegado el testimonio de uno de esos hombres, un conscripto."El combate duró más de una hora y media. Un hombre y una muchacha tiraban desde arriba. Nos llamó la atención la muchacha porque cada vez que tiraba una ráfaga y nosotros nos zambullíamos, ella se reía."He tratado de entender esa risa. La metralleta era una Halcón y mi hija nunca había tirado con ella, aunque conociera su manejo por las clases de instrucción.
Las cosas nuevas, sorprendentes, siempre la hicieron reír. Sin duda era nuevo y sorprendente para ella que ante una simple pulsación del dedo brotara una ráfaga y que ante esa ráfaga 150 hombres se zambulleran sobre los adoquines, empezando por el coronel Roualdes, jefe del operativo.A los camiones y el tanque se sumó un helicóptero que giraba alrededor de la terraza, contenido por el fuego.
"De pronto, dice el soldado, hubo un silencio. La muchacha dejó la metralleta, se asomó de pie sobre el parapeto y abrió los brazos. Dejamos de tirar sin que nadie lo ordenara y pudimos verla bien. Era flaquita, tenía el pelo corto y estaba en camisón. Empezó a hablamos en voz alta pero muy tranquila. No recuerdo todo lo que dijo.'Ustedes no nos matan' dijo el hombre 'nosotros elegimos morir'. Entonces se llevaron una pistola a la sien y se mataron enfrente de todos nosotros."Abajo ya no había resistencia. El coronel abrió la puerta y tiró dos granadas. Después entraron los oficiales. Encontraron a una nena de algo más de un año, sentadita en una cama, y cinco cadáveres.
En el tiempo transcurrido he reflexionado sobre esa muerte. Me he preguntado si mi hija, si todos los que mueren como ella, tenían otro camino. La respuesta brota de lo más profundo de mi corazón y quiero que mis amigos la conozcan. Vicki pudo elegir otros caminos que eran distintos sin ser deshonrosos, pero el que eligió era el más justo, el más generoso, el más razonado. Su lúcida muerte es una síntesis de su corta, hermosa vida. No vivió para ella: vivió para otros, y esos otros son millones.Su muerte sí, su muerte fue gloriosamente suya, y en ese orgullo me afirmo y soy yo quien renace de ella.
Esto es lo que quería decir a mis amigos y lo que desearía de ellos es que lo transmitieran a otros por los medios que su bondad les dicte.


miércoles, 18 de marzo de 2009

HOY: no hay función


Hace algunos días que me resulta imposible esquivarle a un momentito de tristeza al ver el cine cerrado, detenido en el tiempo, cuando paso por la Monteagudo para ir al trabajo. Era el último cine que quedaba en pie en el centro (los porno, que siguen vivitos y coleando, merecen un post aparte, en este no juegan). El Atlas, no sé por qué, era el que más me gustaba de los que yo conocí - entre él, el Candilejas y el Majestic.
Me acuerdo de la emoción que me agarraba cuando desde Tafí Viejo me llevaban a ver algún estreno. Muchas veces había que hacer fila, como la vez que con el coro de la iglesia cargamos una tonelada de pochoclos y con una madre voluntariosa y nuestra directora nos fuimos a ver el Rey León; aunque ese día esperamos a que terminara la primera función para poder entrar, valió la pena: terminamos todos parados, con el cine lleno de aplausos para la gran pantalla. O cuando el viejo me llevó a ver "Pie Pequeño", que fue la primera vez que lloré con una película.
Después, cuando vine a vivir a la "ciudad", aprendí a disfrutar de ir sola al cine. Eso de entrar a una sala, ver el contorno de las butacas de madera ,en su mayoría vacías, y los focos rojos cerca del piso que casi ni alumbraban y elegir un lugar en el centro del salón me encantaba.
Qué decir de las citas con alguien en alguno de esos cines. Cuántos habrán chapado por primera vez en una de esas butacas que ahora son tildadas por casi todos como demasiado incómodas. Y es cierto, no eran sillones de lujo, pero tampoco estaban tan mal, al menos para apretar un poco (¿entre las plazas híper iluminadas y el cierre de los cines, pa' dónde va el amor?).
Aunque me digan que los cines de Yerba Buena o del Libertad son mejores, a mí me gustaban esos que cerraron. No sólo porque me quedaban cerca, sino porque tengo muchos recuerdos desparramados en esas salitas chicas, que resistieron un poco al paso del tiempo.
Ahora se viene el otoño, los días lluviosos y fríos. Pienso que disfrutaba ,especialmente con el tiempo gris, de una buena película y de tres paquetitos de praline caliente.
De todas formas no es que la gente no consuma el séptimo arte. Los vendedores de películas truchas, con el último estreno mal grabado, seguro que van a estar en la peatonal. Y seguro que les voy a comprar alguna, porque así de bruta soy. Pero no es lo mismo. En mi casa no tengo las butacas, ni los pisos de madera que crujen, ni una pantalla enorme y vieja en la pared. Ni una boletería, ni el praliné, ni un lugar incómo para apretar. Ni ciertos recuerdos que también se van cerrando...

lunes, 2 de marzo de 2009

Fuira bicho


-¿Es un gato?
-Noooo
-¿Es un murciélago?
-Nooooo
-¿Es un gremblin?
-Nooooooo ¡Es el nuevo batiperro de mi madre! (Y no, no crece más)