jueves, 11 de agosto de 2011

Recuerdos de don Juan para Francisca

Don Juan espera. En las afueras de la terminal de ómnibus de Rosario, en Santa Fe, camina con unos botines sin brillo y se sienta por ahí, vestido con las ropas limpias, pero roídas por el tiempo. Tiene el pelo ralo y blanco; pocos dientes; los pómulos salpicados de puntitos negros y dos dedos de la mano derecha un poco amarillos por la nicotina que largan los 60 cigarrillos que fuma a diario. Parece de más de 60 y menos de 70 años. Debe medir un metro setenta, aunque quizás cuando conoció a la Francisca medía unos centímetros más.

-¿Usted es casado?
-No, en el 71 murió mi mujer.

Se llamaba Francisca  y tenía 22 años. Hacía siete meses que era una mujer casada; Juan dice que la mató un ataque. "Se le puso todo morado", explica al tiempo que se señala con un dedo la espalda, a la altura de los pulmones. No da más detalles.

-¿Y no se volvió a casar?
-No. Por respeto, no. Si estoy con alguna mina, afuera; en la casa, no.


Don Juan camina doce cuadras desde el cuarto de pensión en el que vive -que tiene televisión por cable y una mesita- hasta afuera de la terminal, donde se sienta por las mañanas. Dice que ahí conoció a su amor. No la espera a ella, porque se marchó hace ya cuarenta años. Lo que espera en ese lugar es que abra el comedor comunitario en el que almuerza los días de semana. Y no la espera a Francisca, pero de a ratos, los ojos  un poco nublados parecen partir. Y no, no la espera. Pero la recuerda y es ahí cuando ella  regresa.

-Con todo respeto ¿no quiere venir a comer al comedor? Con todo respeto. Lo atienden mujeres.
-Le agradezco pero no, tengo que esperar a una amiga.

Don Juan se aleja con sus memorias. Pero mañana estará en los bancos o escalones de afuera de la terminal de Rosario, esperando que los recuerdos la traigan un día más.





Nota: En algún momento de la charla, el hombrecito solitario me advirtió que un tipo de malas intenciones me había fichado. Efectivamente, era así y lo tenía a unos metros midiéndome. A don Juan, mi agradecimiento por evitar que me pasara algo, por invitarme a comer. y ,lo más importante, por conmoverme con sus recuerdos.


miércoles, 3 de agosto de 2011

Los calzoncillos de Macri

No soy K. Algunas cosas del gobierno de Cristina me gustan. Otras, simplemente no. No soy ni enemiga del modelo, ni amiga; soy critica. Sin embargo, no puedo obviar que ella representa la elección de la mayoría. Y como representante del pueblo argentino, tiene mi respeto (y a veces, un poco de mi simpatía).
También debo aclarar que no me gusta Macri. No me gusta nada. Y que en cierta medida, coincido con Fito Paez. No con lo del asco, sino con eso de que no es una propuesta demasiado inclusiva.
Ahora... Al jefe de gobierno porteño le puedo perdonar que destroce temas de Freddy Mercury. Que baile cumbia de una manera forzada y poco sentida. O que se trague el bigote. Pero no que haga alarde de que atendió el llamado telefónico de la Presidenta en calzoncillos y que lo cuente en tono jocoso ¿Cuál era la necesidad? ¿Sumaba en algo el dato de color?¿Era una información útil para el resto de la sociedad? ¿Lo hace más macho?¿Más ganador?
Lo peor, no es en sí que la haya atendido en paños menores a Cristina Fernández de Kirchner. ¿Saben qué es lo peor?  Lo peor es tener el desayuno delante e imaginárselo a Macri en calzoncillos. Puaj.

jueves, 28 de julio de 2011

Furia

Sube por la panza. Para a la altura del pecho. Alza el pie derecho. Y patea a mi lado izquierdo.
Se expande. Toma los brazos. Y trata de salir por los puños, que se cierran, se contraen.
Toma la boca, mi boca. Y maldice. Al pingo el mundo entero.
Explota.Toma las piernas. Y revienta la punta de mi pie izquierdo contra la pared. Duele. Todo duele.
Y llega a la cara. Los ojos no encuentran consuelo. Y me derrumbo en llanto.

martes, 21 de junio de 2011

De música en los colectivos


-Amigo, disculpá pero me estás taladrando las neuronas. Tengo puestos los auriculares con mi música y no la escucho porque la de ustedes la tapa.
-Deje, saquesé los auriculares nomás, que ya le ponemos música nosotros.

El changuito me respondió tan naturalmente, que yo para mis adentros pensé en la inigualable frase de Maradona. Aunque no quede muy bonito, sí, la tenía adentro.

***


Justo cuando iba camino a Tafí Viejo en el 131, se había subido un grupo de unos 14 chicos y chicas alborotados, quizás por la edad. Invadieron el ómnibus y, por supuesto, sus celulares musicalizaron el trayecto. Yo, que iba con mi música, no podía escuchar mi propia selección de canciones porque entre reggaeton y el tracatracarataatra de la cumbia villera, lo que yo escuchaba quedó en un susurro imperceptible. Mi embole iba en aumento, junto con el volumen de ellos.

Entonces, me decidí. Lo encaré al changuito que me apuntaba con su teléfono a la nuca y le dije que no podía escuchar mi música porque la de ellos estaba muy fuerte (dos canciones distintas que sonaban al mismo tiempo a un volumen igual de alto) .
Ante mi reclamo, el muchacho, muy educadamente, me calló la boca: “Deje, saquesé los auriculares nomás, que ya le ponemos música nosotros”. Yo hubiese preferido una grosería, una falta de respeto o algo así. Pero de ninguna manera un gesto de solidaridad de ese tipo; jamás un querer compartir. Entonces, resignada, me saqué los auriculares, me tragué amargamente que creyera que estaba tan vieja que merecía ser tratada de usted, y escuché  de su música durante lo que duró mi viaje. Afortunadamente, a un volumen más bajo y una sola canción, en vez de las dos que sonaban simultáneamente en un primer momento.
Mientras me instruía en el camino a las fiestas patronales de Tafí Viejo acerca de los más recientes éxitos de La RePandilla, Daddy Yankee, Mc Caco y La Liga, descucbrí que estos jóvenes, lo único que hacen es compartir sus canciones con el resto de la humanidad. ¿Y qué hacemos nosotros? Decimos que la juventud está pérdida. Fácil.
Pero ante esta respuesta, me he replanteado el asunto y ya no considero que andar expulsando ondas sonoras por la vida sea una falta de respeto. Por eso, he decidido conseguir uno de esos parlantecitos para enchufar al celular. Además, he comenzado a hacer una selección de música que a mí me gustaría compartir con ellos, para que el intercambio sea más justo. La próxima, voy a llevar a Charly García, a Gieco, a los Tucu Tucu, a Sabina, algo de Pink Floyd, o por una un poco de jazz, cosa de decir: "dejá, apagá el altavoz que esta vez pongo la música yo".





domingo, 19 de junio de 2011

El vino y los ex


Vomitar a un ex no debe estar en la lista de objetivos de vida de casi nadie, por más que haya sido el cretino más grande del mundo (y menos si no fue tan malo). Sin embargo, a veces las cosas simplemente pasan. “Shit happens”, que le dicen.

El sábado a la noche, salí con una de mis mejores amigas del secundario a comer algo. Claro que los tacos que yo pedí vinieron salpicados por unos tintos.
Y una copa va, una copa viene y los mensajes de texto a los ex novios comienzan a parecer una excelente idea a las dos de la mañana de un sábado. Yo, obviamente, no soy la excepción. Le mandé un mensaje a un ex, que me respondió que estaba solo en su cama. Papita pa’l loro.
Claro que terminamos la segunda botella de vino –a las apuradas- y yo ya me puse contenta. Con mi amiga nos fuimos de Managua y yo me sentía perfectamente bien. Al menos hasta ahí.
Los recuerdos que van desde mi llegada a la casa del susodicho hasta la mañana siguiente son un tanto nebulosos. Lo que sí recuerdo es el líquido tibio, asqueroso, espeso, hediondo y rojo brotando de repente a borbotones de mi boca. Y luego, el baño, también todo rojo. Un asco todo. Un enchastre que por cierto, limpié anoche porque una vergüenza tremenda me mataba más que el malestar por el vino.
Al día siguiente, cuando abrí los ojos, mientras juraba no tomar nunca más vino, deseaba profundamente estar en un terremoto, por lo menos como el de Japón. Pero no, ahí estaba yo, en esa pieza blanca y ordenada que conozco perfectamente, con un ballet de enanos zapateándome en las ideas y un olor rancio al que lo sentía incluso en la boca. Y sin mi ex, que no sé dónde estaba. Era, sin dudas, mejor así.
Después, el fulano de tal apareció. Le dije que no me corriera. Y él, ni lo intentó. “Me voy a verlo a mi viejo, vos tenés llaves, salí cuando te sientas mejor. Recuperate, nena”. Hasta ese momento, yo sólo recordaba el episodio del vómito en el baño, no el que terminó en su espalda y en su bonito acolchado.
Cuando me levanté, fui a la cocina y ahí estaba la prueba irrefutable de mi papelón: el acolchado con las manchas color bordo, casi imborrables. Lo llamé, traté de pedirle disculpas hasta en mandarín y él se rió mientras acotaba algo acerca de vómito en su espalda para hacer más inmensa mi culpa. Le pregunté en dónde había una bolsa gigante para que me llevara el acolchado. Él me dijo que le parecía una boludez que me lo llevara, pero igual, para salvar un poquito mi dignidad en caso de que me quedara algo, me lo llevé. Me quería morir. Para colmo, obviamente que no tenía sus llaves (sí, ¿pueden creer? Cuando andábamos juntos, jamás me prestó sus llaves). Encerrada y con las manchas etílicas a cuestas, mi triste situación.
Se imaginarán que un domingo al mediodía, día del padre encima, encontrar un taxi estaba más difícil que encontrar un hipopótamo rosa. Y yo, con resaca, con el acolchado mojado en una bolsa gigante a cuestas y sin poder llegar a mi casa. Lo único que mi cerebro repetía como loro era “mierda, mierda, mierda. La cagaste.Para qué tomás si no sabés. Fuck. Mierda, mierda, shit, shit, fuck, mierda. Lindo regalo del día del padre le diste. Mierda, shit. Boluda. Teta. Mierda, mierda”.
Cuando finalmente llegué a casa –en colectivo-, les conté a mis amigas con las que compartimos hogar y sonrieron, quizás acordándose de todas las veces que me vieron llorar por él. O quizás por la amargura que portaba yo. De todas formas, todo lo terrible que parecía el asunto comenzó a parecer menos terrible. Ya no me resultaba una tragedia nuclear e incluso me hicieron ver el lado amable: “al menos no fue en tu cama”. Sí, eso es cierto. Y menos mal que siendo un ex, ya no me puede dejar (de nuevo). Pero por las dudas, ya no vuelvo a mezclar los vinos con los ex.

jueves, 2 de junio de 2011

Pescaditos suicidas


Cuando íbamos al secundario, a la Isa siempre se le suicidaban los pececitos de colores que tenía en su pieza. Su habitación, me acuerdo clarito, era de unos verdes salpicados y psicodélicos. Yo siempre le atribuí la culpa del suicidio de los peces a la sobredosis de los discos -siempre tristes- de Radiohead. Esos bichitos seguro que estaban tristes.



viernes, 15 de abril de 2011

Cuesta abajo


Puede que sea la merca, que, dicen, venden ahí. O las hojas de coca, encanutadas en bolsas verdes; o los amantes sin horarios; o los amores de pago; o la timba -de las legales y de las otras-; o el cambalache.  El asunto es que en la vieja terminal y en sus alrededores no se duerme, ni siquiera, cuando la ciudad se apaga.
El paseo de compras- con banderines de colores y consignas de Alperovich gobernador- tiene como marco los burdeles, hoteles sin estrellas, un bar para los burreros  y otros negocios. En El Bajo, de verdad,  hay variedad.
 Y no puede parar, porque a la hora que los locales, improvisados y con una medianera de poliéster cierran, los ladrones aparecen mientras los changuitos de la Terminal jalan bolsas de poxirran.
No hace falta más que caminar,, a la hora que sea desde la Casa de Gobierno unas diez cuadras hacia el este, para encontrarse con la manzana de pasillos atiborrados de zapatillas Aidas, la marca de las  4 rayitas. Además, para la cartera de la dama o la billetera del caballero,  el último estreno de Hollywood, muñequitas con pretensiones de Barbies o chiquitos que sueñan con futbolistas que se perfilan como mesías de algún mundial.  Para ser azulgrana  como Messi, sólo hay que desembolsar 80 pesos. La etiqueta de “Réplica de un producto original” viene de regalo.
Al mediodía, una chica morena  se asoma, metida adentro de un vestido corto de red que le delata la ropa interior negra y austera de tela. Desde las sombras de un local azul-triste y sin nombre, la joven, que alcanza a contar que lleva una semana ahí, no tiene nombre y tampoco palabras, porque “no puedo hablar, el dueño me dice que no, no me deja”. Ella lo sabe porque el “cafisho” se las ingenia –¡y que viva la viveza criolla!- para aparecerse por el espejo y hacer alguna  seña particular e intimidante, sólo para ella.
En el local lindero, una mujer en un vestido chico para tanta carne, corto,  rojo y trasparente - auténtico como todo lo de  ahí-  mata el tiempo sentada ante una mesa, mientras con una pinza de las cejas decide el destino de los pelitos que le sobran en la cara.
A unos metros, cerca de Todo Muebles –y dentro de esa gran orgía de barrio en la que hasta los nombres juegan en doble mano-, por la puerta del cine porno Esmeralda un muchacho de la edad de Cristo se pone en marcha para preparar la función continuada que superará una vez más las cuatro horas, entre el olor a sexo rancio/agrio y un tipo de bigotes finitos que le hace los tiros. “Ese es puto”, jura. Asegura que lo vino a encarar y que por eso le puso “una buena cagada”.
El lustrín-boletero sí puede hablar.  Y tiene nombre: se llama Julio. Trabaja ahí desde los 20 años, según cuenta. Un día, el abogado al que le lustraba los zapatos le ofreció el puesto que ya no abandonó más y que era el sueño del pibe, sin que el changuito lo supiera. Sin embargo, confiesa, sigue con su experimentado oficio de lustrín y en los ratos que le quedan a estrenar hace que el cuero brille bajo el sol o bajo o algún foco discreto.
Y si de confesiones se trata, también admite que abre casi todos los días, aunque como los feligreses en domingo, “por ahí me macho y no vengo”, como asegura con una soltura espontánea mientras le contesta a los hombres de manos ansiosas: “a las dos menos cuarto comienza . Diez pesos cuesta”. Quizá lo único que él lamenta de vez en cuando es el fin de la película, porque en ese instante le llega el momento de limpiar y nunca se sabe qué se puede encontrar porque “cuando comienza, yo cierro esa puerta –que señala con el dedo índice- y adentro pasa de todo”.  Ese “todo”, deja sus pruebas irrefutables y de látex sobre el piso.
Cuando las luces comienzan a encenderse,  a la vuelta, al frente del parque 9 de Julio,  una puerta estrecha anuncia un Café Fashion, que bien podría ser un telo/burdel, según las malas lenguas.
Por las tardes de sábado, la actividad cesa, para qué negarlo. Pero siempre hay alguien que se va al bar de la Juan B Justo y Soldati a pedir una Norte frappé. Ahí, un hombre de ropas humildes grita que Dios lo envió a salvarte, mientras intenta vender un ramo de florcitas silvestres que seguro algún turista compra mientras le roba unas palabras inentendibles, que le dan un aire enigmático o de loco, lo que usted prefiera. Por la noche, esa brasa que es El Bajo y que parece apagarse es atizada, una vez más, por los amantes de la farra. O por los amantes así nomás, a secas.
En la otra cuadra, el Boliviano se alquiló una piecita de pensión, cerca de la Francia, por el pasaje Liniers, a la altura del cien. Abre todos los días, antes de que los negocios “bien” se saquen la modorra de la noche anterior y que las campanas de la Iglesia –si es que todavía suenan-, comiencen a golpear a los que duermen. Como a las siete y media, el del altiplano comienza a ofrecer bien baratas sus verduras. Y a ver quién se anima a decir que es  un vago sólo porque se mastica un par de hojas de coca.
A la madrugada, cuando la luz se vuelve una implacable delatora de los excesos, los negocios de la vieja terminal siguen abiertos. En un local azul-triste y sin nombre, una chica morena y con poca tela  sigue el paso de un hombre que ha salido por la puerta y que se aleja. El Boliviano ha vuelto a abrir temprano. Los mochileros vuelven a pasar después de un viaje y los hombres de manos ansiosas que gustan del séptimo arte esperan que Julio no se haya machado la noche anterior. Porque en El Bajo, como ya se sabe, no se duerme, ni siquiera cuando la ciudad se vuelve a encender.



miércoles, 6 de abril de 2011

Los inspectores


Siempre, de niña, pensaba que el de inspector de omníbus debía ser de los oficios mejorcitos del mundo -sobre todo los que iban a Tafí Viejo-. Yo creía que con una mirada fuerte los tipos te interrumpían un viaje a piacere y eran capaces de arruinarle el trayecto a una.
Al cabo que ni quería. Cuando fui más grande, la decepción fue enorme al darme cuenta de que esos hombres -nunca me tocó una inspectora mujer- se pasaban la vida esperando, entre parada y parada, para ir nunca a ninguna parte. (Ok, me parecía poético).
No sólo eso, sino que al llegar el ómnibus en cuestión, los tipos se suben como con movimientos de autómata y si uno les dice "buen día-buenas tardes-buenas noches" los hombrecitos pierden completamente esa solemnidad para mirarle a una el rojo de los ojos con una destello de amistad que me conmueve hasta el final del viaje. Entonces, el rojo de mis ojos bonitamente enmarcados en pinturitas de Avon le roban una sonrisa imperceptible, porque a los inspectores no se les permite sonreir, por más que se les entregue el boleto en forma de mini-papiro-bollo .
Y no sólo eso,sino que lo peor es que pienso en el verano...El mechón ese que siempre se pega en la frente y el antitranspirante de moda que no alcanza para levantar las presiones bajas. Y además, algo irrefutable de los colectivos: Los pedos. En invierno, los inspectores se deben fumar las flatulencias habidas y por haber del tucumano tipo que, por supuesto, le aplica al locro. Y convengamos, por flatulencias no entendemos estos aparatitos que escupen esencia de vainilla -como si eso de la esencia fuera algo tan fácil de hacer brotar en el pecho de cualquiera, a cualquier hora, sobre todo para las mujeres a las que nos acusan de desalmadas.
Entonces, entre flatulencias de junio y calores de enero, he decidido que les debo todos mis respetos a los inspectores. Precisamente he decidido eso cuando, llegado el momento decisivo de no tener el boleto en el colectivo, lo único que el inspector te pide es que busqués tu papelito porque es tu seguro de vida.