martes, 21 de junio de 2011

De música en los colectivos


-Amigo, disculpá pero me estás taladrando las neuronas. Tengo puestos los auriculares con mi música y no la escucho porque la de ustedes la tapa.
-Deje, saquesé los auriculares nomás, que ya le ponemos música nosotros.

El changuito me respondió tan naturalmente, que yo para mis adentros pensé en la inigualable frase de Maradona. Aunque no quede muy bonito, sí, la tenía adentro.

***


Justo cuando iba camino a Tafí Viejo en el 131, se había subido un grupo de unos 14 chicos y chicas alborotados, quizás por la edad. Invadieron el ómnibus y, por supuesto, sus celulares musicalizaron el trayecto. Yo, que iba con mi música, no podía escuchar mi propia selección de canciones porque entre reggaeton y el tracatracarataatra de la cumbia villera, lo que yo escuchaba quedó en un susurro imperceptible. Mi embole iba en aumento, junto con el volumen de ellos.

Entonces, me decidí. Lo encaré al changuito que me apuntaba con su teléfono a la nuca y le dije que no podía escuchar mi música porque la de ellos estaba muy fuerte (dos canciones distintas que sonaban al mismo tiempo a un volumen igual de alto) .
Ante mi reclamo, el muchacho, muy educadamente, me calló la boca: “Deje, saquesé los auriculares nomás, que ya le ponemos música nosotros”. Yo hubiese preferido una grosería, una falta de respeto o algo así. Pero de ninguna manera un gesto de solidaridad de ese tipo; jamás un querer compartir. Entonces, resignada, me saqué los auriculares, me tragué amargamente que creyera que estaba tan vieja que merecía ser tratada de usted, y escuché  de su música durante lo que duró mi viaje. Afortunadamente, a un volumen más bajo y una sola canción, en vez de las dos que sonaban simultáneamente en un primer momento.
Mientras me instruía en el camino a las fiestas patronales de Tafí Viejo acerca de los más recientes éxitos de La RePandilla, Daddy Yankee, Mc Caco y La Liga, descucbrí que estos jóvenes, lo único que hacen es compartir sus canciones con el resto de la humanidad. ¿Y qué hacemos nosotros? Decimos que la juventud está pérdida. Fácil.
Pero ante esta respuesta, me he replanteado el asunto y ya no considero que andar expulsando ondas sonoras por la vida sea una falta de respeto. Por eso, he decidido conseguir uno de esos parlantecitos para enchufar al celular. Además, he comenzado a hacer una selección de música que a mí me gustaría compartir con ellos, para que el intercambio sea más justo. La próxima, voy a llevar a Charly García, a Gieco, a los Tucu Tucu, a Sabina, algo de Pink Floyd, o por una un poco de jazz, cosa de decir: "dejá, apagá el altavoz que esta vez pongo la música yo".





domingo, 19 de junio de 2011

El vino y los ex


Vomitar a un ex no debe estar en la lista de objetivos de vida de casi nadie, por más que haya sido el cretino más grande del mundo (y menos si no fue tan malo). Sin embargo, a veces las cosas simplemente pasan. “Shit happens”, que le dicen.

El sábado a la noche, salí con una de mis mejores amigas del secundario a comer algo. Claro que los tacos que yo pedí vinieron salpicados por unos tintos.
Y una copa va, una copa viene y los mensajes de texto a los ex novios comienzan a parecer una excelente idea a las dos de la mañana de un sábado. Yo, obviamente, no soy la excepción. Le mandé un mensaje a un ex, que me respondió que estaba solo en su cama. Papita pa’l loro.
Claro que terminamos la segunda botella de vino –a las apuradas- y yo ya me puse contenta. Con mi amiga nos fuimos de Managua y yo me sentía perfectamente bien. Al menos hasta ahí.
Los recuerdos que van desde mi llegada a la casa del susodicho hasta la mañana siguiente son un tanto nebulosos. Lo que sí recuerdo es el líquido tibio, asqueroso, espeso, hediondo y rojo brotando de repente a borbotones de mi boca. Y luego, el baño, también todo rojo. Un asco todo. Un enchastre que por cierto, limpié anoche porque una vergüenza tremenda me mataba más que el malestar por el vino.
Al día siguiente, cuando abrí los ojos, mientras juraba no tomar nunca más vino, deseaba profundamente estar en un terremoto, por lo menos como el de Japón. Pero no, ahí estaba yo, en esa pieza blanca y ordenada que conozco perfectamente, con un ballet de enanos zapateándome en las ideas y un olor rancio al que lo sentía incluso en la boca. Y sin mi ex, que no sé dónde estaba. Era, sin dudas, mejor así.
Después, el fulano de tal apareció. Le dije que no me corriera. Y él, ni lo intentó. “Me voy a verlo a mi viejo, vos tenés llaves, salí cuando te sientas mejor. Recuperate, nena”. Hasta ese momento, yo sólo recordaba el episodio del vómito en el baño, no el que terminó en su espalda y en su bonito acolchado.
Cuando me levanté, fui a la cocina y ahí estaba la prueba irrefutable de mi papelón: el acolchado con las manchas color bordo, casi imborrables. Lo llamé, traté de pedirle disculpas hasta en mandarín y él se rió mientras acotaba algo acerca de vómito en su espalda para hacer más inmensa mi culpa. Le pregunté en dónde había una bolsa gigante para que me llevara el acolchado. Él me dijo que le parecía una boludez que me lo llevara, pero igual, para salvar un poquito mi dignidad en caso de que me quedara algo, me lo llevé. Me quería morir. Para colmo, obviamente que no tenía sus llaves (sí, ¿pueden creer? Cuando andábamos juntos, jamás me prestó sus llaves). Encerrada y con las manchas etílicas a cuestas, mi triste situación.
Se imaginarán que un domingo al mediodía, día del padre encima, encontrar un taxi estaba más difícil que encontrar un hipopótamo rosa. Y yo, con resaca, con el acolchado mojado en una bolsa gigante a cuestas y sin poder llegar a mi casa. Lo único que mi cerebro repetía como loro era “mierda, mierda, mierda. La cagaste.Para qué tomás si no sabés. Fuck. Mierda, mierda, shit, shit, fuck, mierda. Lindo regalo del día del padre le diste. Mierda, shit. Boluda. Teta. Mierda, mierda”.
Cuando finalmente llegué a casa –en colectivo-, les conté a mis amigas con las que compartimos hogar y sonrieron, quizás acordándose de todas las veces que me vieron llorar por él. O quizás por la amargura que portaba yo. De todas formas, todo lo terrible que parecía el asunto comenzó a parecer menos terrible. Ya no me resultaba una tragedia nuclear e incluso me hicieron ver el lado amable: “al menos no fue en tu cama”. Sí, eso es cierto. Y menos mal que siendo un ex, ya no me puede dejar (de nuevo). Pero por las dudas, ya no vuelvo a mezclar los vinos con los ex.

jueves, 2 de junio de 2011

Pescaditos suicidas


Cuando íbamos al secundario, a la Isa siempre se le suicidaban los pececitos de colores que tenía en su pieza. Su habitación, me acuerdo clarito, era de unos verdes salpicados y psicodélicos. Yo siempre le atribuí la culpa del suicidio de los peces a la sobredosis de los discos -siempre tristes- de Radiohead. Esos bichitos seguro que estaban tristes.