miércoles, 25 de marzo de 2009

Carta a Vicky (Walsh)

Carta a Vicky
Querida Vicky. La noticia de tu muerte me llegó hoy a las tres de la tarde. Estábamos en reunión cuando empezaron a transmitir el comunicado. Escuché tu nombre, mal pronunciado, y tardé un segundo en asimilarlo. Maquinalmente empecé a santiguarme como cuando era chico. No terminé con ese gesto. El mundo estuvo parado ese segundo. Después les dije a Mariana y Pablo: “era mi hija”. Suspendí la reunión.
Estoy aturdido. Muchas veces lo temía. Pensaba que era excesiva suerte no ser golpeado, cuando tantos otros son golpeados. Sí, tuve miedo por vos, como vos por mí, aunque no lo decíamos. Ahora el miedo es aflicción. Sé muy bien por qué cosas has vivido, combatido. Estoy orgulloso de esas cosas. Me quisiste, te quise. El día que te mataron cumpliste 26 años. Los últimos fueron muy duros para vos. Me gustaría verte sonreír una vez más.
No podré despedirme, vos sabés por qué. Nosotros morimos perseguidos, en la oscuridad. El verdadero cementerio es la memoria. Ahí te guardo, te acuno, te celebro y quizás te envidio, querida mía.
Hablé con tu mamá. Está orgullosa en su dolor, segura de haber entendido tu corta, dura, maravillosa vida.
Anoche tuve una pesadilla torrencial, en la que había una columna de juego, poderosa pero contenida en sus límites, que brotaba de alguna profundidad. Hoy en el tren un hombre me decía: “Sufro mucho. Quisiera acostarme a dormir y despertarme dentro de un año”. Hablaba por él pero también por mí.





Carta a mis amigos


Hoy se cumplen tres meses de la muerte de mi hija, María Victoria, después de un combate con fuerzas del Ejército. Sé que aquéllos que la conocieron la han llorado. Otros, que han sido mis amigos o me han conocido de lejos, hubieran querido hacerme llegar una voz de consuelo. Me dirijo a ellos para agradecerles pero también para explicarles cómo murió Vicki y por qué murió.
El comunicado del Ejército que publicaron los diarios no difiere demasiado, en esta oportunidad, de los hechos. Efectivamente, Vicki era oficial 2° de la Organización Montoneros, responsable de la prensa sindical, y su nombre de guerra era Hilda. Efectivamente estaba reunida ese día con cuatro miembros de la Secretaría Política que combatieron y murieron como ella.
La forma en que ingresó a Montoneros no la conozco en detalle. A los 22 años, edad de su posible ingreso, se distinguía por decisiones firmes y claras. Por esa época comenzó a trabajar en diario "La Opinión" y en un tiempo muy breve se convirtió en periodista. El periodismo en sí no le interesaba. Sus compañeros la eligieron delegada sindical. Como tal debió enfrentar en un conflicto difícil al director del diario, Jacobo Timerman, a quien despreciaba profundamente. El conflicto se perdió y cuando Timerman empezó a denunciar como guerrilleros a sus propios periodistas, ella pidió licencia y no volvió más.
Fue a militar a una villa miseria. Era su primer contacto con la pobreza extrema en cuyo nombre combatía. Salió de esa experiencia convertida a un ascetismo que impresionaba. Su marido, Emiliano Costa, fue detenido a principios de 1975 y no lo vio más. La hija de ambos nació poco después. El último año de vida de mi hija fue muy duro. El sentido del deber la llevó a relegar toda satisfacción individual, a empeñarse mucho más allá de sus fuerzas físicas. Como tantos muchachos que repentinamente se volvieron adultos, anduvo a los saltos, huyendo de casa en casa. No se quejaba, sólo su sonrisa se volvía más desvaída. En las últimas semanas varios de sus compañeros fueron muertos: no pudo detenerse a llorarIos. La embargaba una terrible urgencia por crear medios de comunicación en el frente sindical, que era su responsabilidad.
Nos veíamos una vez por semana, cada quince días. Eran entrevistas cortas, caminando por la calle, quizá diez minutos en el banco de una plaza. Hacíamos planes para vivir juntos, para tener una casa donde hablar, recordar, estar juntos en silencio. Presentíamos, sin embargo, que eso no iba a ocurrir, que uno de esos fugaces encuentros iba a ser el último, y nos despedíamos simulando valor, consolándonos de la anticipada pérdida.
Mi hija no estaba dispuesta a entregarse con vida. Era una decisión madurada, razonada. Conocía, por infinidad de testimonios, el trato que dispensan los militares y marinos a quienes tienen la desgracia de caer prisioneros: el despellejamiento en vida, la mutilación de miembros, la tortura sin límite en el tiempo ni en el método, que procura al mismo tiempo la degradación moral, la delación. Sabía perfectamente que en una guerra de esas características, el pecado no era no hablar, sino caer. Llevaba siempre encima una pastilla de cianuro, la misma con que se mató nuestro amigo Paco Urondo, con la que tantos otros han obtenido una última victoria sobre la barbarie.
El 28 de setiembre, cuando entró en la casa de la calle Corro, cumplía 26 años. Llevaba en brazos a su hija porque a último momento no encontró con quién dejarla. Se acostó con ella, en camisón. Usaba unos absurdos camisones blancos que siempre le quedaban grandes.
A las siete del 29 la despertaron los altavoces del Ejército, los primeros tiros. Siguiendo el plan de defensa acordado, subió a la terraza con el secretario político, Molina, mientras Coronel, Salame y Beltrán respondían al fuego desde la planta baja.He visto la escena con sus ojos: la terraza sobre las casas bajas, el cielo amanecido, y el cerco. El cerco de 150 hombres, los FAP emplazados, el tanque. Me ha llegado el testimonio de uno de esos hombres, un conscripto."El combate duró más de una hora y media. Un hombre y una muchacha tiraban desde arriba. Nos llamó la atención la muchacha porque cada vez que tiraba una ráfaga y nosotros nos zambullíamos, ella se reía."He tratado de entender esa risa. La metralleta era una Halcón y mi hija nunca había tirado con ella, aunque conociera su manejo por las clases de instrucción.
Las cosas nuevas, sorprendentes, siempre la hicieron reír. Sin duda era nuevo y sorprendente para ella que ante una simple pulsación del dedo brotara una ráfaga y que ante esa ráfaga 150 hombres se zambulleran sobre los adoquines, empezando por el coronel Roualdes, jefe del operativo.A los camiones y el tanque se sumó un helicóptero que giraba alrededor de la terraza, contenido por el fuego.
"De pronto, dice el soldado, hubo un silencio. La muchacha dejó la metralleta, se asomó de pie sobre el parapeto y abrió los brazos. Dejamos de tirar sin que nadie lo ordenara y pudimos verla bien. Era flaquita, tenía el pelo corto y estaba en camisón. Empezó a hablamos en voz alta pero muy tranquila. No recuerdo todo lo que dijo.'Ustedes no nos matan' dijo el hombre 'nosotros elegimos morir'. Entonces se llevaron una pistola a la sien y se mataron enfrente de todos nosotros."Abajo ya no había resistencia. El coronel abrió la puerta y tiró dos granadas. Después entraron los oficiales. Encontraron a una nena de algo más de un año, sentadita en una cama, y cinco cadáveres.
En el tiempo transcurrido he reflexionado sobre esa muerte. Me he preguntado si mi hija, si todos los que mueren como ella, tenían otro camino. La respuesta brota de lo más profundo de mi corazón y quiero que mis amigos la conozcan. Vicki pudo elegir otros caminos que eran distintos sin ser deshonrosos, pero el que eligió era el más justo, el más generoso, el más razonado. Su lúcida muerte es una síntesis de su corta, hermosa vida. No vivió para ella: vivió para otros, y esos otros son millones.Su muerte sí, su muerte fue gloriosamente suya, y en ese orgullo me afirmo y soy yo quien renace de ella.
Esto es lo que quería decir a mis amigos y lo que desearía de ellos es que lo transmitieran a otros por los medios que su bondad les dicte.


9 comentarios:

Yo NO SOY Cindy Crawford!! dijo...

Si mal no recuerdo ya habías publicado esto.
Besos.

Bris dijo...

qué triste.



saludos compañera!

Mente Ridícula dijo...

Sí, uno de los primeros posts. Quise subirlo otra vez por si alguien no lo había leído. besos

Chukulo Helpame dijo...

Estoy de acuerdo con que fue buena idea volver a publicarlo. No te pierdas, che; me tenés abandonado. A ver si nos juntamos algunos de estos días -alguna de estas noches-; yo invito, jeje. Besos.

Carlos Abrego dijo...

M.R.:

Es un buen homenaje.
Gracias por volverlo a poner.

Paola Florio dijo...

Excelente idea subir este tipo de textos, para que las nuevas generaciones que no tienen ni idea de qué estás hablando se enteren!

Un beso y te felicito :)

Zimbon dijo...

Son increibles estas cartas!

Cuanta admiración por Walsh... las tengo en borrador desde hace meses para subirlas en algún momento.


Gracias!

besos.

ire dijo...

auch

Anónimo dijo...


 
Un ex agente de la Policía Federal, enrolado en las filas de la organización terrorista Montoneros, fue quien puso la bomba en el Comedor del edificio de la Superintendencia de Seguridad de la Policía Federal Argentina, a menos de 2 cuadras del Departamento Central de Policía, ubicado en el edificio de Moreno 1417 – Capital Federal. En el comedor del personal, en la planta baja de ese edificio, en un horario en el que estaba casi colmado, explotó un poderoso artefacto, que destruyó casi totalmente las instalaciones, incluyendo dependencias próximas.
 
El criminal atentado fue llevado a cabo por el ex Agente de Comunicaciones José María Salgado. Éste, al irse de baja omitió devolver su identificación, con la que iba casi a diario a almorzar llevando diferentes paquetes o carteras al Comedor Policial, que no era para uso exclusivo de ésta sino de todo el personal policial, pues el Departamento Central -a media cuadra de distancia- no contaba con un comedor como ése.
 
Luego de pasar airoso frecuentes ensayos hasta conseguir que ya no le pidieran identificarse ni revisar los bultos siempre inocuos que portaba, finalmente el 2 de julio de 1976 recibió de manos del cabecilla montonero Rodolfo Walsh (NG) “Esteban”, una bomba de alto poder letal -una Claymore o “mina vietnamita” cargada con pequeños fragmentos de metal – y concurrió al “blanco” seleccionado, pasando por la guardia con un simple saludo como ya acostumbraba.
 
Terminado este último almuerzo, dejó en una silla semioculta por el mantel la mortífera carga que 7 minutos después, habría de causar una veintena de muertes y 66 mutilados, ciegos, quemados y heridos graves entre los policías, parientes e invitados que comían tranquilamente e iban a ser sus víctimas.
 
“Tuvo una reunión con su Responsable, el oficial Esteban (Rodolfo Walsh) que lo había infiltrado en la Policía Federal para dar información.
Deciden colocar la bomba el 4/6/76. Se posterga porque en la Policía lo dan de baja. Walsh le indica que no devuelva la chapa.
Ingresa a la Superintendencia con paquetes tentativos. No lo controlan. Considera que el comedor es el lugar apropiado. La bomba se la entrega Walsh y le indica como hacerla detonar…  El 2/7/76 ingresa y la coloca, cubriéndola con su sobretodo. Se retira. Cambia de vehículo en Loria y Rivadavia, encontrándose con Walsh que le manifiesta “El operativo salió perfecto”. (Tomado del libro “Confesiones de un montonero” de Eugenio Méndez).
 
Según el reportaje al dirigente montonero Mendizábal, en la Revista Cambio 16 (con motivo de la entrevista que le hicieron por el también asesinato del Jefe de la Policía Federal, Gral. Cesáreo Cardozo, por la terrorista de 18 años Ana María González) comentó también este atentado, expresando que se había utilizado un artefacto con 9 kgs. de trotyl y 5 kgs. de bolas de acero, accionado por un dispositivo de relojería, introducido por un asesino infiltrado en la policía, quien había entrado durante una semana con un paquete similar pero inofensivo, como prueba por los controles de seguridad.
El día del atentado, el asesino almorzó en el lugar, puso en marcha el mecanismo y se retiró 7 minutos antes de la explosión. Hubo 22 muertos de la Policía Federal y 66 heridos, 11 de suma gravedad, incluyendo personas ajenas a la Policía Federal.
 
Los nombres de los muertos en este atentado terrorista, fueron:
 
Oficial Ay. Alejandro Castro
Cabo Ernesto Agustín Suani
Cabo Primero Carlos Shand
Sargento Juan Paulik
Sargento Rafael Modesto Muñoz
Sargento Bernardo Roberto Tapia
Supernumerario David Ezequiel Di Nuncio
Oficial Inspector David Ron
Suboficial Auxiliar José Hilario Carvasco
Sargento María Esther Pérez Canto
Sargento (R) Romualdo Rodríguez
Sargento Bernardo Roberto Zapi
Agente José Roberto Iacovello
Agente Juan Carlos Blanco
Agente Alicia Esther Lunati
Agente Ernesto Alberto Martinzo
Cabo Genaro Bartolomé Rodríguez
Sargento Adolfo Chiarino
Cabo Elba Hilda Gazpio
Cabo Vicente Iore
Sra. Josefina Cepeda (civil)